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A propósito de la tesis de Javier Millar

Este martes tuvo lugar la defensa de tesis de Javier Millar, en la austera Sala de Facultad de la Facultad de la U. de Chile. La comisión examinadora estaba integrada (en el orden en que formularon observaciones) por Luciano Parejo, distinguido profesor español venido ex professo, Enrique Barros, Maricruz Gómez de la Torre, Pablo Ruiz-Tagle y Juan Carlos Ferrada, director de la tesis. Presidía el decano Roberto Nahum.

Debo abstenerme de comentar incidencias de la ceremonia. Por momentos pareció tensa, por las observaciones y críticas formuladas al trabajo de Millar; hubo alguna incomodidad, como se podía constatar en el intermedio necesario para la deliberación, y la verdad es que las cosas podrían haber transcurrido diferentemente: por su género, las críticas no eran propias de la instancia terminal que supone la defensa de una tesis. En fin, Millar obtuvo su doctorado y recibió de la concurrencia un aplauso entre cariñoso y aliviado.

No puedo abstenerme sin embargo de ciertas reflexiones relativas al fondo de la tesis. Con el disclaimer del caso: Para los afuerinos, la Sala de Facultad es muy alta y sus ventanales dan hacia el Mapocho y más allá Plaza Baquedano: quiero decir que el ruido externo se percibe fuerte y en cambio la intervención del doctorando era casi inaudible, así que finalmente se oía poco y mal. Confío entonces, para hacer esta crítica, en un recuerdo fragmentario de la audiencia, y de la estructura general de la tesis (que no tengo a la vista pero que pude revisar con algún detalle este fin de semana, por intermedio de uno de los miembros de la comisión). Y son reflexiones que admito honestamente y de antemano “prematuras”.

El título de la tesis hace alusión a la potestad invalidatoria de la administración en el derecho positivo chileno. Se articula en tres capítulos, destinados al fundamento, al régimen jurídico (condiciones legales de ejercicio) y a los límites de la potestad invalidatoria.

Mis críticas principales guardan relación con los límites. Frente a lo que han significado las tesis de E. Soto Kloss sobre la materia, y la amplísima difusión de la idea de protección de los “derechos adquiridos por terceros de buena fe”, una pregunta relevante es si acaso esa proposición permite entender hoy cómo son las cosas. Millar hablaba de los límites que son tales (el plazo de 2 años según la ley Nº 19.880, art. 53) y los que -creo que llamó así- “podrían ser”: propiedad, buena fe, seguridad jurídica. El capítulo 3 se dedica entero a los límites, y se divide en 4 secciones o párrafos, destinados a estas cuatro cuestiones. O sea, metodológicamente Millar acepta analizar en paralelo, como límites reales o posibles: la cuestión temporal, el derecho de propiedad, las consideraciones de seguridad jurídica (i.e., confianza legítima) y en forma especial la buena fe. Hay un problema sistemático en esta presentación, como con justa razón Barros lo hizo ver: al menos, la buena fe es tradicionalmente un componente indispensable de la confianza legítima, de modo que en la presentación de las categorías (requisito mínimo de una tesis) había un déficit relevante. Y, agrego, más elocuente aún, Millar mismo recalcó que el plazo de 2 años se justifica por consideraciones de seguridad jurídica; entonces, a su “plan” le falta sistema, y no sólo del cartesiano.

Me parece que podría hacerse algo más interesante, sobre todo con la necesaria distinción entre derechos adquiridos y derecho de propiedad. Es cierto que la caducidad del plazo provoca, frente a la administración, un cierto efecto (que seguimos llamando, seguramente en honor de Hauriou) adquisitivo (pero que debiéramos tal vez entender mejor como preclusivo). Pero a menos de hacer de ese plazo de caducidad algo enteramente equivalente al de prescripción adquisitiva ordinaria para los bienes muebles (lo que no podría aceptarse sin tornar justo el título nulo…), la propiedad tiene poco que hacer aquí. Por potente que sea la metáfora, a nadie se le ocurriría confundir la cosa juzgada con la propiedad. Sobre todo que esta manifestación de la “cosa juzgada administrativa” (los franceses dirían chose décidée) sería, en el mejor de los casos, una propiedad expuesta a perderse si se ejercen acciones judiciales. No es este el momento para profundizar, pero aquí se advierte uno de los mayores males que el recurso de protección le ha hecho a la dogmática del derecho administrativo.

Por otra parte, hay que tener en perspectiva el caso excepcional del nombramiento ilegal (referido por la ley Nº 18575, art. 63) y que Contraloría se niega a someter al estatuto general de la invalidación. Ahí la caducidad aparece menos necesaria porque los efectos jurídicos y económicos del acto nulo están en buena medida salvaguardados: conservación de los actos del funcionario (como los del funcionario de hecho, por razones de apariencia/confianza/seguridad jurídica) e “irrepetibilidad” de las remuneraciones. El rasgo común entre esa figura y la de la ley general es la seguridad jurídica. Por eso, había que plantearse, sistemática y metodológicamente, la cuestión acerca de la plausibilidad de seguir buscando nuevos límites: aunque políticamente sea (más o menos) aconsejable revisar la extensión del plazo de caducidad, desde un punto de vista jurídico si ya el legislador tradujo las exigencias de la seguridad jurídica (justamente mediante el plazo) ¿cómo podría explotarse la idea de confianza u otras sin by-passear la opción legislativa?

Cupo a Ruiz-Tagle jugar un ingrato papel de villano cuando pidió a Millar que respondiera en una frase cual es la tesis. ¿Cuál es la tesis? Aquí mi recuerdo no me acompaña. Creo que Millar dijo algo así como que la potestad invalidatoria existe y está plenamente incorporada al derecho chileno como una potestad administrativa. No quiero llamar la atención sobre la simplicidad de la afirmación que, en realidad, no me parece tan simple.

Creo ante todo (cuando la tesis sea pública podrá uno apreciarlo mejor) que la tesis es más bien: borrón y cuenta nueva, la ley Nº 19880 mató a la doctrina; se acabó la discusión en torno a la invalidación; ya no tiene sentido seguir escarbando en la Constitución para justificarla o repudiarla. O sea, me parece que su tesis versa menos sobre la potestad invalidatoria que sobre el artículo 53 de la ley Nº 19880.

Pero sobre todo, me parece que merecería una reflexión singular el uso de la terminología “potestad” invalidatoria en el contexto de la ley Nº 19880. Porque el efecto de la ley ha sido en buena medida generar un derecho común de la administración, de base legislativa e indubitable (mientras el TC no diga lo contrario; pero no ha querido decir lo contrario), que define al mismo tiempo un estatuto jurídico mínimo de cada organismo de la administración del Estado. En esa perspectiva, posibilidades abiertas a la administración como las de recibir prueba (y apreciarla, obvio), decretar medidas cautelares, corregir vicios procedimentales, conocer de recursos y revisar sus actos pudiendo en el extremo invalidarlos o revocarlos aun ex officio, se entienden incorporadas por defecto al estatuto del poder, es decir a la condición misma de ser organismo administrativo. Ni que decir tiene que la idea misma de “potestades implícitas” (una de las bestias más negras de la escuela de los años 80 del derecho administrativo chileno) está sujeta a revisión tras la ley Nº 19880.

En el contexto de la ley Nº 19880 en tanto ley general, la cuestión sobre la naturaleza de la así denominada potestad invalidatoria merece ser meditada con algo más de calma. No tanto por los problemas a que da origen la invalidación, en gran medida superados por la propia ley, sino precisamente por el carácter general de la ley. Al incorporar la invalidación a la estructura lógica de la elaboración de los actos administrativos, como una fase posible de los mismos, la ley supone banalizarla. Así, cada vez que hace algo, la administración necesita tomar conciencia de los problemas, instruirse, deliberar y resolver, y eventualmente también borrar los errores que cometa para abordar de nuevo el asunto. Entonces se advierte mejor el carácter puramente instrumental de la invalidación: por su naturaleza, sólo puede estar al servicio de potestades de acción directa, como la de expropiar, seleccionar a un contratista, organizar al personal, sancionar o incluso elaborar reglas impersonales, generales y abstractas. La de invalidar es tan potestad como la de expresar una voluntad de cualquier signo o aún la de emitir una opinión. Si quiere seguírsela llamando potestad, al menos habría que identificarla con un grado distinto de las potestades con incidencia directa en el ámbito político, social, económico, etc. La tesis de Millar debiera brindar la ocasión para llevar adelante esta reflexión.

Insisto en que el problema es menos semántico de lo que parece (como lo muestran las dudas de Pedro Aguerrea sobre la ejecución de oficio de los actos). Aunque la ley Nº 19880 torne obsoleta prácticamente la totalidad de la discusión sobre la invalidación, la ley misma es un evento de tal significación que exige clarificar los conceptos. Si asumimos que la ejecución de las leyes por la administración supone por naturaleza un proceso lógico mediatizado por el procedimiento administrativo que hoy fija la ley ¿Tiene sentido entonces cuestionar que un organismo como la Inspección del Trabajo infiera a partir de los testimonios que recoge la existencia de una relación laboral? ¿Se requiere igualmente habilitación expresa para calificar jurídicamente los hechos? ¿Para pensar también?

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