Es sobre esta conclusión que abundan hoy diversas opiniones en la prensa, críticas de la forma en que el asunto habría quedado resuelto. Carlos Peña la estima simplemente inadmisible. Sugerentemente, Jorge Correa intitula su carta al Mercurio “El peor estilo de gobernar”. Suma y sigue.
No sé si quepa escandalizarse tanto. Más allá del impacto que la gestión del Presidente tenga en la opinión pública o en la prensa (y aunque no puede descartarse que ese impacto haya sido la principal motivación de esta maniobra), parece bastante evidente que de esta manera se ha conseguido frenar a tiempo una grave alteración de ecosistemas protegidos, aspecto que naturalmente integra la ecuación que define al interés general. El argumento esperable de la industria pondrá el acento en que de todas formas una central térmica contamina, y luego que el desarrollo supone que el hombre se apropie del entorno y lo transforme; pero no debe pasarse por alto que aquí se ha intentado mantener invulnerable es un área silvestre protegida y, como ha apuntado Luis Cordero, en esas circunstancias el riesgo de un daño irreparable no puede correrse con ligereza.
Más allá de la falta de elegancia con que concluye (porque puede asumirse que al Presidente no corría gran riesgo político al instruir oportunamente al Intendente y los Gobernadores -“representantes naturales e inmediatos” suyos- que votasen contra el proyecto), este incidente revela la precariedad del régimen de permisos ambientales. La intervención del Presidente hay que entenderla como una señal de alarma ante la falta de sensibilidad que el régimen de evaluación de impacto ambiental puede tener frente a la preservación ambiental de sitios protegidos. Uno esperaría que este tipo de consideraciones respondiese por antonomasia a la idea de impacto ambiental. Al parecer, el sistema está evaluando los proyectos en sí mismos, sin prestar atención circunstanciada al contexto en que el proyecto interviene.
El ordenamiento instituye perímetros de protección para diversas áreas – naturales o destinadas a instalaciones de infraestructura (termas, líneas ferroviarias, etc.). En sí misma, un área destinada a reserva nacional y a reserva marina conlleva un nivel determinado de protección, pero ese grado de protección no supone por sí solo exclusión absoluta de labores extractivas, industriales o de otra índole que puedan instalarse en sus inmediaciones. El paso siguiente, aparentemente, está en reforzar estos perímetros de protección integrándolos en instrumentos racionales de planificación, análogos a los que existen para la ordenación de las ciudades. Esa solución también contribuye a brindar seguridad jurídica, ese bien que tantos echan de menos en estos días.
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